La capacidad de jugar es algo frecuente en la mayoría de animales, incluido el ser humano. La diversidad de juegos abarca desde la inocente recreación del cachorro que se entrena para la vida futura hasta la del imbécil que compromete su futuro a la inercia del tambor de un revolver. Al margen de ludopatías extremas y de la codicia que se oculta tras alguno de ellos, cuando jugamos volvemos a ser aquello que algún día fuimos y que en mayor o menor medida nunca renunciamos a ser. Conocí a Carlos Edmundo de Ory, celebérrimo poeta, con motivo de la distinción que le hacía la fundación Fernando Quiñones a su larga trayectoria dedicado a la creación literaria, y esta distinción se materializaba en una obra de mi autoría.
Lo que más me sorprendió de él fue la afición a inventar juegos y su capacidad para involucrar a los demás en ellos. Yo, sin conocer de antemano esta tendencia suya, había realizado para la ocasión un artefacto que invitaba al juego, había fabricado un juguete. Desde entonces cuando Carlos nos visita jugamos a inventar juegos, y en ellos descubrimos que no hay nada que ganar y mucho que perder.